FICCIÓN
Un día como hoy
Por Grecia Peña
Mariana llamó hoy muy temprano. Todavía no eran ni las once y no había despegado por completo los párpados cuando contesté. Hablaba con voz entrecortada, como le faltaba el aire apenas entendí algunas palabras, me dijo que Doris estaba muerta, que no podía salir de casa, que no tenía muchas explicaciones. Lo demás fueron algunos reclamos, lamentos de estar sola y balbuceos o palabras que mi desidia bloqueó al instante.
Mariana siempre ha sido muy dramática, no era sorpresa recibir una llamada histérica de su parte. Ahora que lo pienso, había algo de diferente en el horror de su llanto, pero me tenía tan acostumbrado a su miseria fingida, que no lo noté en el momento.
Todavía me tumbé en la cama después de levantar el pantalón del piso. El abanico de techo dio algunas vueltas perezosas y una gota de sudor me irritó el ojo derecho, finalmente esa molestia me hizo reaccionar.
Salí del departamento y subí al carro. Miré sobre el hombro y vi la pala recargada en el pasillo que da al patio, pensé en ir por ella, pero como ya tenía el motor encendido, sentí pereza de bajar. Bostecé y fui sin prisa a ver a mi hermana.
A punto de llegar, vi el yucateco grande que abrazaba el techo de la casa de la vecina, recordé cómo le gustaba esconderse ahí, era su escalera a los tejados, donde se reunían todos los gatos callejeros. A veces, Mariana pasaba horas buscándola (a pesar que le había ocurrido tantas veces) me hacía acompañarla en su búsqueda, lloraba y me decía que esta vez no volvería jamás. Como no soy muy bueno reconfortándola, aquello siempre terminaba en pleito. Me decía que estaba muy sola, que para qué la había dejado, que esa también era mi casa, que no la quería, que era un infeliz. Hasta que un maullido nos hacía mirar hacia el árbol, ella ya vendría de regreso, indiferente a la discusión que había ocasionado.
Me estacioné bajo la sombra del árbol, y al bajar sentí el denso olor a metal oxidado. Desde ahí pude ver el revolotear de los testigos sucios que se alimentan de los desechos ajenos. Cuando llegué frente a la casa, tuve que retroceder rápido, porque aquello era imposible de digerir.
Doris ya no se veía blanca, su pelaje estaba duro y manchado de marrón rojizo. El piso de la cochera era una alberca de opaca viscosidad roja, donde estaban esparcidas las laceradas vísceras del felino. Corrí a recargarme un momento en el árbol, sentí el aire contaminado. Llamé a Mariana para avisarle que había llegado. Me pidió que la viera en la puerta de la cocina, todavía no tenía el valor de salir por enfrente de la casa.
Cuando la vi, me abrazó como si yo fuera su refugio. Lloró como niña, como lloran las niñas cuando les arrebatan la inocencia de un golpe. Aparté su abrazo y la devolví al marco de la puerta. Se ahogaba en su propio lamento. En esos sollozos itinerantes, emitía un sonido involuntario donde descubrí, por primera vez, que en realidad sí era capaz de sentir dolor. Era una casa grande y, desde hacía muchos años, Mariana y Doris eran las únicas que deambulaban por sus pisos.
Tomé del patio una cubeta, el trapeador y cloro. No tenía guantes, así que tuve que hacerlo con mi piel expuesta, con los pies semidescubiertos, metidos en unas sandalias, porque no tomé el tiempo de ponerme unos tenis. Cuando salí, accidentalmente toqué con la punta del dedo un montoncito de tripas infestado de moscas, casi me hizo caer.
Las moscas volaron sin irse muy lejos del área y después posaron en mi pie, la sensación de las pequeñas patas revoloteando y del pedazo de tripa, me devolvieron a la garganta un poco de espuma de la cerveza que había tomado la noche anterior. El asco me electrizaba todo el cuerpo.
Primero tenía que quitar a Doris, pero no podía sólo echarla a la bolsa y tirarla a la basura, como cualquiera habría hecho. Mariana deseaba enterrarla en el patio. Puse una bolsa junto a su cuerpo y traté de empujarla encima, pero era muy difícil; la gata tenía el vientre expuesto y a cada movimiento algo nuevo parecía desprenderse de su cadáver.
Ya era muy tarde para regresar por la pala.
Por más que lo pensaba no podía adivinar qué le había pasado, no parecía haber sido atropellada y tampoco podía imaginarme que un perro le hubiera hecho eso. Me sorprendía que estuviera abierta de esa manera, pero lo más raro era verle la cabeza reventada y el cráneo vacío. El hecho de que sus vísceras estuvieran esparcidas por todo el porche, me hizo imaginar una escena en la que Doris, con las tripas colgándole de la panza, intentó escapar, todavía con algún anhelo de sobrevivir.
Mariana abrió un poco la puerta principal, cuando volteé sólo se veía su mano temblorosa que sostenía una caja de cartón. No pude ver su cara, escuchaba cómo sorbía sus mocos. Levanté a la gata, tomándola de las partes menos dañadas y la puse en la caja. Después lavé el piso, había partes manchadas donde la sangre estaba seca; en los lugares donde había vísceras, la sangre que las rodeaba seguía viscosa. Tiré muchas cubetas de agua y en la calle la sangre penetró la tierra. Era un olor tan agudo que creo me acompañará toda la vida.
En el patio, cavé con un palo una fosa poco profunda para enterrarla. Mariana seguía tragando flemas, tratando de contenerse. Sentía que su mirada me buscaba con insistencia, como una mano que se posa cerca y nunca te toca.
Ella fue la que puso la caja en el hoyo. Cuando echó el primer puñado de tierra, escuché que algo crujía ahí abajo. Doris abrió los ojos y empezó a estirar las patas, las garras aruñaban suavemente el cartón de su féretro improvisado.
Mariana dio un grito ahogado y supongo que estaba tan impresionada que le fue imposible moverse. La gata empezó a retorcerse y bufar. Mariana, seguramente quiso tocarla para asegurarse de que no estuviera alucinando. En ese momento la mordió. Ella retrocedió adolorida y cayó. Su cabeza rebotó en el piso. Doris tenía el lomo erizado; el pelaje amalgamado por la sangre semejaba una silueta de púas. Escuché cuando le pasó la sangre por la garganta y los colmillos encajándose en el músculo.
No reaccioné hasta que Doris corrió llevándose un jirón del antebrazo de Mariana. Escaló el árbol y cayeron algunos pedazos de carne ensangrentados. Sentí que una gota gelatinosa cayó junto a mi pupila derecha. Un rastro de sangre subía por el yucateco, Doris ya había desaparecido. Mariana estaba inconsciente, la llevé a la puerta de la cocina y la recosté en el tapete. Todavía no despierta.
Grecia Peña: Estudió Literatura. Gusta de escribir y de la música. Editora de profesión y todóloga para sobrevivir. De grande quiere ser como Poe.