FICCIÓN
Lecturas en las tumbas
Por Pablo Sau
Me gustaría poder oler las flores sobre las tumbas. Desde aquí distingo cempasúchiles, claveles, crisantemos, rosas y otras más que no conozco. Ayer fue día de muertos, el cementerio luce limpio, deshierbado, multicolor. Además de las flores veo muñecas, ositos de peluche, juguetes, globos, comida y bebida. Un globo negro en forma de corazón se desprendió de su arreglo y subió hacia mí, me pasó tan cerca que pude leer las palabras “te amo” en letras rojas. La mayoría de las cruces y las lápidas se ven libres de la tierra que se había acumulado por meses o años. Me encanta pasearme en el cementerio, las tumbas parecen libros acostados sobre el suelo, unos descuidados, de portada deshecha, manoseada; otros, con su cubierta de mármol, acentos dorados, atractivos, enormes, te invitan a tenerlo contigo tan solo por su apariencia.
Invento las vidas de los muertos a partir de los datos de sus epitafios. En días como hoy consigo más información gracias a las ofrendas de los deudos. Vuelo sobre la tumba del borracho, de nuevo le dejaron un caballito de tequila, antes le ponían el pomo entero, pero ahora sólo le dejan un trago. El líquido se ve transparente, a lo mejor es sólo agua, ya no han de estar buenos los tiempos.
En el bloque dos veo los juguetes de la tumba del niño milagroso. Me acuerdo cuando vivía mi abuela aquí enseguida del panteón. Todas las tardes iba a su casa, mi madre me dejaba ahí para irse a trabajar, cuando recién mi padre nos abandonó. Mis tíos me llevaban a visitar al niño, le escribíamos peticiones en papelitos que dejábamos en la sepultura y le poníamos una piedra encima. Las flores y los juguetes tenían papeles agradeciendo el milagro cumplido. Leí varios de esos mensajes: una niña pudo caminar, otra persona consiguió empleo, otro se curó de una enfermedad y así. Me pregunté por qué el niño nunca hizo caso de mi petición, no parecía tan complicada como las demás. Tal vez el niño no me cumplía para que siguiera visitando a la abuela todos los días y así tenerme cerca.
Me muevo a la tumba de mi padre, es una plancha sencilla de concreto con muchas grietas y entre ellas ha crecido muy alto la hierba. No me gusta visitarla, tengo sentimientos encontrados, por un lado deseo verla así, con el mismo abandono con que él nos sepultó en vida. Por otro lado temo acabar como él, en la soledad, perdido entre la maleza.
Lo dejo atrás y avanzo al lote donde está mi lápida, enseguida de la abuela. Yo mismo la mandé hacer: es de granito negro con letras plateadas cubiertas de pintura anticorrosiva. No quise dejar esos detalles al azar, me aseguré de que quedara a mi satisfacción; lo único que se veía raro era la omisión de la fecha de muerte. Hay una corona nueva sobre la tumba de la abuela, de seguro mi madre la puso ahí. No acostumbro visitar este lote, aquí no hay misterios, sólo nostalgias que se alejan hacia el olvido.
Me traslado a la tumba de la amante y como lo esperaba, en estas fechas no hay novedades. Un quince de febrero de hace tres años me llamó la atención una rosa roja encima de una tumba de mármol blanco. Bajé y leí que ahí estaba una mujer que murió a los treinta años, tenía dedicatoria de su esposo y sus hijos. Me acerqué tanto, que mis aires movieron la flor y casi la tiré. Me alejé para no hacer más daño. Al día siguiente volví para ver qué pasó con la flor y la encontré en el piso, aplastada, sus pétalos triturados; alguien la arrastró con su zapato y dejó rayones rojos en el andador. Desde entonces le llamo la tumba de la amante y cada año la visito a mediados de febrero, pero nunca consigo ver ni al enamorado ni al engañado. Un día veo la flor roja, intensa y apasionada, al otro la encuentro reventada, en silencio, avergonzada.
Continúo mi paseo y me encuentro con Jacinto, el cuidador. Tiene su cabeza inclinada hacia arriba, me está viendo, estoy seguro que sabe quién soy. Años atrás, cuando me movía a pie entre las tumbas, Jacinto me corrió muchas veces. Al principio me acusó de vandalismo, pero yo nomás olía las flores, leía los papelitos y los epitafios, tocaba los muñecos, sólo quería leer las historias de los difuntos. De vez en cuando tomaba algún recuerdo, pero nunca hice daño. Después, Jacinto se dio cuenta qué días me gustaba ir y me esperaba en la entrada, ya no pude disfrutar mis caminatas. Ahora me mira impotente desde abajo. Se agacha y toma una piedra, huyo hacia los lotes nuevos hasta que lo pierdo de vista.
Oigo música de banda y giro para ver de dónde viene. Cerca de la barda hay una multitud y me muevo hacia allá. Parece que hoy tengo suerte, llego cuando empiezan a bajar el ataúd al foso. Hay una docena de músicos vestidos iguales, de saco y pantalones azul subido, el ruido de la tarola y de la tuba es tan intenso que el cura no puede hablar: cierra la Biblia, ve su reloj, la vuelve a abrir y espera a que termine la pieza. Me acerco despacio, nadie voltea a verme, me detengo arriba de un mar de sombreros vaqueros; en medio de ellos está el hoyo, como si fuera una isla invertida que crece hacia abajo. Enseguida está una mujer joven, de pequeña cintura y de trasero y busto exagerados, viste de leggins y playera negros, sus ojos ocultos con enormes lentes oscuros apenas si dejan ver su rostro. Ha de ser la viuda. A un lado de la banda hay barriles de cerveza y muchas botellas verdes que parecen ser de Buchanan’s. Por el andador hay varias camionetas de lujo con hombres recargados en ellas, cuidándolas. Ya tengo mi nueva historia, de seguro aquí construirán un libro esplendido, de esos que venden mucho.
No puedo quedarme más tiempo, sólo me queda un minuto. Elijo la opción de regresar y veo cómo las tumbas pasan veloces. Ya estoy cerca de la barda, solo tengo que brincarla y estaré en el patio de la casa, pero no la alcanzo, lo último que veo es mi lápida incompleta. La pantalla se vuelve oscura.
Ni modo, hoy tendré que enfrentarme a Jacinto, no quiero perder otro dron. El anterior nunca lo encontré, cayó cerca de la tumba del piloto fumigador. A veces pienso que lo tomó como tributo para que yo pueda seguir leyendo entre estos libros de la biblioteca sepulcral.
Pablo Sau Soto: Desde temprana edad, en sus influencias literarias, se entremezcló el viaje a otros tiempos y lugares de la ficción, con la realidad concreta y exacta de las matemáticas y las ciencias. Estudió Ingeniería Industrial en Electrónica en el Instituto Tecnológico de Hermosillo (1990 - 1995). En el 2009 se integra a los cursos literarios de Altazor. Actualmente forma parte de los ciclos de lectura Wine and Books y el Cursos de novela impartido por Imanol Caneyada.