FICCIÓN


It was a silent crash

Por Alfonso Marín
El tarro de cerveza golpeó la superficie de la barra provocándome un sobresalto. Estaba tan sumido en mis recuerdos que no vi venir a Jerry. "Esta es cortesía de la casa, viejo. Por el gusto de volverte a ver después de tantos años". Sonreí agradecido. Me disponía a saborear la cerveza cuando noté que unos ojos cansados me escudriñaban desde el otro lado del bar. El tipo caminó hacia mí y a medida que se acercaba, su rostro fue rejuveneciendo en mi mente. "Agente Jenkins, no lo puedo creer, hace cuatro siglos". "Cuatro décadas", me corregí. El estuvo a mi cargo en el FBI en la década de los setenta, siendo apenas un recién egresado de la academia de policía. Lo abracé con gusto y conversamos largo rato. En un punto, adiviné en sus ojos esa inquietud por lanzar la pregunta. "¿Por qué huyó de Phoenix de un día para otro? ¿Alguna amenaza?". "Nada de eso", respondí tranquilo. Tomé un par de tragos y proseguí. "¿Crees en fantasmas, Jenkins?". El agente no pudo disimular una risita y carraspeó apenado. "La verdad, nunca he tenido una experiencia de ese tipo". "Es complicado, hasta hoy no estoy seguro de lo que voy a contarte, pero necesito sacarlo. Ocurrió precisamente en este lugar, donde hoy está asentado este bar". Jenkins se dispuso a escuchar.

Era el invierno de 1975. El caso de un extraño accidente en la carretera al norte de Phoenix me fue asignado. Al principio imaginé se trataba de algún asesinato. En los últimos meses se había registrado una ola de ajustes de cuentas entre bandas criminales, traficantes de droga y prostitución que era ya algo normal. Al llegar al lugar de los hechos un policía muy joven, inexperto y encima de temperamento nervioso se acercó a adelantarme los detalles. “Se trata de una familia de origen nativo. Una mujer mayor, su hija, su esposo y el nieto.” “¿Todos muertos?”, inquirí al ver sólo vehículos de medicina legal. “No, la abuela es la única sobreviviente”. Lo miré incrédulo y me correspondió con un gesto confirmatorio. Se trataba de un caso insólito. La anciana estaba sentada en una silla de ruedas, parapléjica, la cabeza sostenida al respaldo del aparato con unas cintas. Parecía observar un punto en el infinito, se le veía serena. Me acerqué a ella con prudencia. Alcancé a escuchar que pronunciaba algunas palabras en su lengua nativa. Le pregunté si hablaba inglés. Sus ojos entonces se dirigieron hacia mí por un par de segundos y de nuevo se perdieron en el horizonte. Pensé que aún estaba conmocionada y decidí dejarla descansar. Al dar media vuelta escuché su voz ronca y débil: “It was a silent crash”. Giré el rostro y vi que se quedó muy quieta, tan tranquila que se podría decir que tomaba una siesta.

Busqué al oficial para indagar más datos. “¿Así que un accidente extraño?”. En ese momento me percaté que no había otro automóvil. La familia viajaba en un Ford Impala último modelo. Todo el frente estaba hecho un acordeón hasta el parabrisas, el resto de la unidad intacto. “¿El otro conductor se dio a la fuga?”, inquirí. “No hubo otro automóvil”, respondió el agente. “¿Bromea? Sólo que ese auto se haya estrellado contra una pared invisible”. El agente me miró temeroso de responder y por fin espetó: “Al parecer fue algo así”. Con una señal discreta me hizo que lo siguiera, fuimos hasta el frente del vehículo y me indicó que echara un vistazo bajo el cofre, había unas pintas de signos extraños sobre el pavimento, sin duda obra de un nativo, y una línea de cenizas marcaba el camino en forma perpendicular. Las averiguaciones previas apuntaban en todas direcciones. Originarios de una reserva con un proyecto de construcción de casinos. Mucho dinero en juego. Disputas respecto a la posesión de terrenos. 

Una ambulancia llegó y se dispusieron a transportar a la anciana a un hospital en Scottsdale. El paramédico se inclinó a tomarle el pulso. Alcancé a ver como arrugaba el entrecejo. “La señora está muerta”, sentenció. Me estremecí pensando en que yo había sido la última persona a quien ella dirigiera palabra.
 
Una vez que el equipo se encargó de transportar los cadáveres y el automóvil fue remolcado por la grúa, tomé algunas instantáneas de las inscripciones en el pavimento. De regreso a Phoenix seguía en mi mente la imagen de la anciana mirándome y sus palabras: “It was a silent crash” se repetían en modo intermitente al recordar la escena.

Tres días después recibí el reporte del forense. Todos habían muerto por el impacto, tenían las cervicales rotas. Llamé al médico para refutar su dictamen. “La anciana todavía habló conmigo mientras llegaba la ambulancia", le expliqué. “Eso es imposible”, aseguró el forense. “Tengo un testigo", insistí ansioso, "el oficial que levantó el reporte”. El hombre calló un par de segundos del otro lado de la línea. “¿Quién le dijo que la abuela había sobrevivido?”. Busqué en el reporte, no encontré dato alguno y recordé que ni siquiera había averiguado el nombre del oficial, de hecho nunca lo había visto antes en el condado. Colgué sin decir palabra. Corrí a buscar en el portafolio las instantáneas. Me horroricé, en ellas sólo aparecía la franja de asfalto que reflejaba el brillo del sol de mediodía.
Alfonso Marín: Contador público por la Universidad Kino. Diplomado en Lengua y Cultura italiana por la Universitá per stranieri di Siena, Italia, 2001. Colaboró para la revista Perfiles del diario El Imparcial de 1997 a 1999. Cursa los talleres de creación literaria en Altazor de 2013 a la fecha.